Hacer justa la transición ecológica


El hecho es que estamos en una transición ecológica, en términos que nos encontramos en un proceso de modificación de la relación entre los sistemas sociales y los sistemas naturales. Esta gran transición ha sido provocada por la crisis climática y ecológica, y ella, a su vez, por los impactos de las actividades humanas sobre el planeta en general y sobre los territorios que habitamos en particular. 

Esta transición ecológica no es la primera que vivimos y ni siquiera debemos remontarnos tanto en el tiempo para observar la transición de escala global anterior. Ella ocurrió junto con la modernidad y se aceleró con la revolución industrial. En esta gran transformación, como la llama Polanyi, la relación entre la sociedad y la naturaleza se modificó completamente, a medida que nos hacíamos capaces de hacer que nuestras actividades se hicieran menos dependientes de los ciclos naturales y a la vez nos volvíamos explotadores más hábiles y veloces de los bienes naturales. 

El gran problema de lo anterior es que los equilibrios naturales sobre los cuales se construyeron nuestras sociedades se iban quebrando a medida que nuestras posibilidades de explotación acelerada y autónoma iba creciendo. La transición ecológica del siglo XX nunca encontró un punto de equilibrio, sino que por el contrario fue volviendo la situación cada vez más desequilibrada, dejando como resultado el estado de crisis climática y ecológica en el que nos encontramos. 

Y desde este estado ya no parece posible, al menos no en tiempos razonables, volver a una relación con puntos de equilibrio similares a los que tuvimos antes de la revolución industrial, sino que nos vemos obligados a buscar nuevos puntos de equilibrio y, más necesario aún, a entender que esos puntos de equilibrio no serán siempre favorables a los intereses humanos. 

Un punto de equilibrio hace referencia a la estabilidad en la relación entre fuerzas o sistemas, y si miramos un territorio determinado perfectamente podríamos terminar una transición con un punto de equilibrio donde el territorio sea completamente desértico y la vida no pueda prosperar. La transición descontrolada que supone la crisis climática y ecológica nos lleva, con mucha mayor probabilidad, a escenarios que son los menos convenientes para la humanidad en general y para nuestras comunidades en particular. 

Pero es posible tener una transición adecuadamente gobernada y conducida, incorporando medidas de mitigación que aminoren la crisis y sus efectos, y medidas de adaptación que nos permitan avenirnos con los nuevos escenarios. Una transición ecológica conducida significará, a su vez, una gran serie de transiciones que la compongan, cada una con sus lógicas, fortalezas y dificultades. Entre dichas transiciones, la transición energética ha sido una de las que ha tenido más fuerza y vitalidad tanto en nuestro continente como en el resto del mundo. 

La transición energética se ha llevado casi todas las luces, porque es la más posible y urgente en términos de mitigación de la crisis climática y, por lo tanto, una condición necesaria para pensar en que la transición ecológica tendrá un escenario de fin. Dicho escenario no es otro que el planteado por el Acuerdo de París, vale decir una Tierra con temperaturas promedio que se encontrarán entre los 1.5°C y los 2.0°C sobre el promedio de la época preindustrial. En ese escenario es donde tendremos que buscar los equilibrios. 

Por otro lado, desde los movimientos sociales, ambientales, sindicales y también desde diversas fuerzas políticas se ha forjado una narrativa de transición justa. Esta hace referencia a que en este proceso de cambio de los sistemas sociales y naturales se tenga a la vista las variables de justicia distributiva y, por lo tanto, se observe quienes resultarán ganadores y quienes perdedores en el nuevo escenario que enfrentamos. Esa discusión, comenzada por los sindicatos de energía en USA en los años 1990’s, hoy tiene una difusión y potencia especial, a medida que la transición se hace más patente en distintas áreas. 

De más está decir que una transición no gobernada ni conducida, difícilmente sea justa. La idea de que exista una distribución de cargas y beneficios supone una conducción de la transición e implica pensar en las facetas que la transición debe observar, para que podamos considerarla como “justa”. En este sentido y tomando en cuenta las dimensiones de la justicia ambiental, debiera observarse (i) la variable distributiva intrageneracional, por lo tanto quienes se ven beneficiados y perjudicados en el escenario actual; (ii) la variable distributiva intergeneracional, es decir, cómo se afecta a las generaciones futuras; (iii) la variable participativa, esto es cómo se distribuye el poder de decisión entre los actores; y (iv) la variable retributiva o correctiva, en el particular sentido de cómo se reparan los daños causados en el proceso de transición. 

En el caso de la transición energética, esta alcanza además una escala global, generando diversos efectos positivos y negativos en diversos territorios. De partida, la transición energética se ha ido produciendo como un proceso de descarbonización (en referencia al CO2) y consiguiente apertura de un camino de salida desde los combustibles fósiles, la cual en principio se ha manifestado más que nada como una salida desde el carbón con menos énfasis en el petróleo y el gas, siendo que por el contrario este último incluso ha sido referenciado como un combustible de transición que podría ayudar a salir del uso de carbón. Ello no es muy razonable pues nos mantiene dependientes de los combustibles fósiles y además ha significado una mayor presión sobre territorios como el sur de Argentina, donde la explotación del yacimiento de Vaca Muerta supone impactos ambientales enormes y la consideración de la justicia no ha sido precisamente la enseña. 

Como se dijo antes, la transición nos puede llevar a muchos puntos de equilibrio distintos y ellos no necesariamente considerarán las variables de justicia. Hoy, el camino que se observa en el horizonte parece marcado por una voluntad global de los gobiernos de que el tránsito sea hacia un capitalismo “verde”, que amplifique la explotación que hacemos de la naturaleza, pero limitando el efecto que ella tiene en términos climáticos. 

La idea pareciera entonces mantener nuestras actividades actuales, pero dotarnos de nuevas tecnologías que no emitan gases de efecto invernadero. Esto supone obviar todos los demás problemas ecológicos a pesar de que hemos sobrepasado los límites planetarios en diversas esferas y que, por ejemplo, nos encontramos en la sexta extinción masiva de especies, el océano se ha acidificado como nunca antes, la deforestación amenaza con convertir el Amazonas en una sabana, y el estrés hídrico sigue subiendo en sectores como la zona central de Chile, entre otros. 

El cambio tecnológico pareciera además significar que existirá una mayor presión sobre los territorios de América Latina, particularmente en lo que se refiere a uso de suelos y a minería. Probablemente esto es solo el comienzo de una transición que podría además significar varios otros cambios en términos económicos y sociales, en nombre de un supuesto cuidado ambiental.

El oscuro horizonte que nos presenta el capitalismo verde aparece como un mayor incentivo para la preocupación por la transición justa, que será el dispositivo que ayude a que en este proceso no se perjudique a quienes ya se encuentran en situaciones más vulnerables. 

Hay gobiernos de nuestra región como Argentina, Chile y Colombia que han adoptado marcos de transición ecológica o socio-ecológica justa y esperamos que esa tendencia siga creciendo. En el caso chileno, una reciente comunicación del gobierno al CMNUCC dio cuenta de la incorporación del siguiente concepto en el NDC del país: “Proceso que, a través del diálogo social y el empoderamiento colectivo, busca la transformación de la sociedad en una resiliente y equitativa, que pueda hacer frente a la crisis social, ecológica y climática.”

Llamativamente el concepto integra las principales variables de justicia y, además, determina un horizonte adecuado, como es una sociedad resiliente y equitativa. Pero para que este proceso llegue a tener las características que el gobierno de Chile pretende darle, muchas cosas tienen que pasar y muchos intereses deben confluir. Es ahí donde reside el desafío. 

En el año 2022, Latinoamérica avanzó a la par con el mundo en la transición ecológica, cuestión que no significa necesariamente que se incorpore una mirada de justicia. Mientras el acople con el resto del mundo es esperable que continúe, es también presumible que la profundidad con que se incorporen variables de justicia en este proceso dependerá principalmente del trabajo que realicen los actores de la sociedad civil y el modo en que dicho trabajo impacte en los Estados.

Autor: Ezio Costa

Abogado y Doctor en Derecho, Universidad de Chile. Msc en Regulación, London School of Economics. Profesor e Investigador de la Facultad de Derecho y subdirector del Centro de Derecho Ambiental, Universidad de Chile. Director Ejecutivo de la ONG FIMA.

Este capítulo forma parte del Informe Anual de Cambio Climático 2023, oportunidad para América Latina co-desarrollado entre Fundación Sustentabilidad Sin Fronteras (Argentina) y la ONG Uno.Cinco (Chile). Para descargar el informe completo seguí este link: https://bit.ly/InformeAnualCambioClimatico2023